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Thomas S. Ray
ATR Human Information Processing Research Laboratories
2-2 Hikaridai, Seika-cho Soraku-gun, Kyoto 619-02 Japan
(81)-774-95-1008 (FAX), (81)-774-95-1063 (phone)
ray@hip.atr.co.jp, ray@santafe.edu, ray@udel.edu
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de Marzo, 1996

Jugué a ser Dios y creé la vida en mi computadora

Ray, T. S. 1994. Jugué a ser Dios y creé la vida en mi computadora. In: Claudio Gutiérrez [ed], Epistemología e Informática, 257--267. San José, Costa Rica: UNED, 1993.

Reprinted from:
Ray, T. S. 1992. J'ai joué à Dieu et créé la vie dans mon ordinateur. Le Temps stratégique 47: 68--81.

He consagrado mi vida hasta ahora al estudio de la evolución, porque creo que la evolución es el proceso que permitió la vida, creó a los seres humanos a partir de simples moléculas, y nos ha dado la posibilidad de comprender un poco el universo en que vivimos. Amo la vida, y disfruto observar los organismos vivos en sus innumerables formas. Ciertos estudiosos de la evolución examinan fósiles para tratar de conocer el origen del hombre. Si la paleontología es una ciencia fascinante, yo por mi parte prefiero trabajar con organismos vivos.

Esta inclinación me ha conducido a pasar dieciséis años estudiando la evolución, la ecología y la historia natural de los bosques tropicales húmedos de Costa Rica. La vida se expresa ahí mejor que en cualquier otra parte, en medio del calor, del agua burbujeante, de los pájaros cantores y los ronroneantes insectos, y de millares y millones de formas de vida, cada una de ellas única y maravillosa. El bosque húmedo es una catedral formidable, cuya estructura misma es viviente.

Estos años los he pasado observando y describiendo organismos cuyas propiedades eran desconocidas para la humanidad (coleópteros, hormigas, mariposas, plantas) y publicando los resultados de mis trabajos. Pero después de todo este tiempo, debo admitir que sentí una cierta frustración. Yo tenía siempre la misma reverencia por las criaturas que describía, la misma preocupación por su frágil destino, pero se me habían hecho demasiado familiares, y mis observaciones permanecían en un orden puramente sensorial. En el fondo, no hacía más que estudiar algunos resultados de la evolución, mientras que mi verdadera curiosidad me llevaba a la evolución en sí misma. Mi intelecto exigía más. Si todas las formas de vida que existen hoy en día sobre la tierra nos parecen descender de un organismo único muy simple, tal vez una molécula, que se habría replicado a sí misma, resulta que todas estas formas tienen rasgos comunes. Pero la evolución de las criaturas orgánicas es de una lentitud extrema, puesto que dura desde hace cuatro mil millones de años, y es entonces difícil de observarla mientras se produce.

Sería con seguridad diferente si viviéramos en una escala temporal y espacial diferente. Imagínense por un momento que pudiéramos vivir tanto tiempo que pudiéramos observar los millones de planetas que pueblan el universo. ¿Qué veríamos? ¿La vida que surgiría del carbono? Si tal fuera el caso, ¿tendría siempre un código genético hecho de ácidos nucleicos? ¿Serían las moléculas enzimáticas químicamente activas siempre las cadenas de aminoácidos? ¿Conocerían los diferentes planetas donde hubiera surgido esta vida a base de carbono siempre una evolución que obedeciera a la misma secuencia, los reptiles terminando siempre por cederle el campo a los mamíferos? ¿O, por el contrario, es esta misma secuencia el resultado de un simple azar, y la evolución de la vida en el universo se puede conformar libremente en diversos escenarios? Y la vida misma, ¿conduce siempre inexorablemente a formas inteligentes? Si fuera así, ¿tendrían estas siempre rasgos humanos? ¿Existen otras formas de vida que no hayan surgido del carbono?

Las cuestiones se presentan en tal número que no se sabe por donde empezar. No nos arriesgamos mucho al decir que moriremos sin poder contestarlas.

Sin embargo, hay un medio para estudiar la evolución sin desbordar los límites de nuestra vida. Con las herramientas que tenemos hoy, basta con inocular el proceso de evolución en un ambiente artificial, es decir creado por nosotros, y observar lo que se produce. Hace poco tiempo un proyecto tal habría pertenecido a la ciencia ficción, pero hoy muchas personas consideran que yo soy el primero en haberlo realizado pr cticamente.

Yo mismo me maravillo de haberlo hecho, lo confieso, y me maravillo de que nadie lo haya realizado antes que yo. Me maravillo sobre todo por la extraordinaria fuerza de la evolución, una vez que hubo sido lanzada en el universo artificial que yo había creado. La idea de este proyecto me surgió por primera vez hace doce años, mientras seguía estudios de posgrado en Harvard. El Club de Go de Cambridge se reunía regularmente en el Centro de Ciencias de Harvard; yo no conocía nada de ese juego japonés, pero una tarde, observando a un hombre que jugaba contra sí mismo, le pregunté qué hacía. Sin duda le había dicho que era estudiante de biología, porque comenzó a hablarme de go con met foras como que ``los grupos de piedras sobre el tablero morirán si no guardan contacto con espacios libres''.

Pronto dejó, sin embargo, de hablarme de go y me dijo: ``Sabías que es posible escribir un programa de computadora que se copie a sí mismo?'' (mi nuevo amigo trabajaba en el Laboratorio de Inteligencia Artificial del Instituto Tecnológico de Massachusetts). Apenas me hizo esa pregunta, como en un relámpago, imaginé todo lo que hago hoy. Me dije: ``Comienzas por hacer un programa que se copia a sí mismo, le agregas mutación, y ¡zas!, ahí está, -obtienes evolucióní'' Simple, ¿verdad? Una copia que contiene errores provoca evolución, ¡la esencia misma de la vida! Fascinado, le pregunté a mi nuevo amigo cómo podría aprenderlo. ``Es como soplar y hacer botellas''. Creo que le insistí, pero sea que no me quiso decir nada más o que no le entendí, lo cierto es que en esa época yo no sabía nada de computadoras.

La idea de este proyecto me emocionaba tanto entonces como me emociona ahora. Pero no llegaba a representarme psíquicamente lo que era un programa de computación y, por lo tanto, no comprendía el interés de hacerlo copiarse a sí mismo. Yo usaba computadores, por supuesto, pero no tenía ninguna idea de lo que pasaba detrás de la pantalla.

Una decena de años más tarde, en 1988, me costeé mi primera computadora, la portátil menos cara que pude encontrar. Y solo me había resuelto a esta compra porque debía enseñar durante un semestre en Costa Rica por cuenta de la Universidad de Delaware. Una vez que volví a los Estados Unidos, compré el compilador C Turbo y el depurador Turbo de Borland. El depurador (un programa utilizado para cazar errores en los programas) fue una revelación. Hacía visible sobre la pantalla el funcionamiento interno de mi computadora. Podía ``ver'' su memoria y su sistema de explotación (la unidad central de proceso). Podía ``ver'' los programas que se encontraban en la memoria, así como los datos sobre los cuales estos programas trabajaban. Podía ``pasearme'' al través de los programas y ``ver'' lo que hacían.

Bruscamente me acordé de mis sueños de estudiante. Se me hicieron irresistibles. Estaba en ese tiempo rompiéndome el pecho para obtener en la Universidad un puesto fijo de profesor, pero esa pelea me pareció de repente desprovista de todo sentido. Debo confesar que ese período fue difícil para mí.

Al principio me contenté con leer. Puesto que yo tenía en la cabeza la idea de que una computadora es un ambiente que puede ser habitado por la vida (es decir, por programas que se copien a sí mismos), era importante que comprendiera este ambiente a fondo, que visualizara los recursos de que las criaturas tendrían necesidad para sobrevivir ahí, y la manera en que pudieran batirse para defenderse. Me puse pues a estudiar arquitecturas de computadoras, sistemas operativos, lenguajes de programación. Leí en particular casi todo lo que había escrito sobre estos temas Peter Norton, un autor de increíble claridad.

Yo llevaba a estas investigaciones un punto de vista particular. Consideraba la arquitectura de una computadora con los ojos de un biólogo evolucionista y ecologista. Veía en esta arquitectura una jungla virtual, a la cual iba a inocularle vida. Y era necesario que imaginara la forma que esta vida podría tomar, ¡puesto que la iba a crear! Todo resultaba muy emocionante.

Traté de averiguar, por supuesto, si un proyecto tal había sido ya concebido. Para mi sorpresa, descubrí que no. En el curso de mi investigación, descubrí sin embargo un nuevo campo científico en proceso de nacimiento, alrededor de proyectos semejantes al mío: la vida artificial. Me puse en contacto con Chris Langton, quien había organizado la primera conferencia sobre vida artificial y que había publicado sus actas (Langton 88). Chris me invitó a hacer una visita al grupo que estudiaba la vida artificial en el Laboratorio Nacional de Los Álamos, en octubre de 1989.

De los miembros de este grupo, solo Steen Rasmussen creyó verdaderamente en el método que yo proponía. El mismo trabajaba con una ``sopa primigenia'' hecha de instrucciones dada a una computadora, que sacudía enérgicamente con su unidad central de proceso. La principal diferencia entre el método de Steen y el mío era que yo quería inocular mi universo virtual con un programa que se copiara a sí mismo, mientras que él quería que esta autocopia se produjera espontaneamente.

Los otros miembros del grupo, Chris Langton, Doyne Farmer, Walter Fontana y Stephanie Forest, eran escépticos. Decían que el problema fundamental de nuestro método consistía en la fragilidad de los lenguajes estándares utilizados por las computadoras. Decían en particular que haciendo mutar estos lenguajes al azar solo tendría éxito en obtener un batiburrillo inutilizable.

Estas objeciones no me impresionaron, aunque venían de un formidable grupo de científicos. A pesar de todo, no me convencía. Pues si lo que decían fuera verdad, ¿por qué las mutaciones de ese otro lenguaje, el lenguaje genético, en vez de conducir a un batiburrillo infame, hicieron evolucionar los seres vivientes? Es cierto que las alteraciones del código genético que se producen por azar tienen casi siempre consecuencias desastrosas para la criatura que las porta. Pero en un cierto número de casos, reconozco que en extremo infinitesimal, esas mutaciones aleatorias del código genético mejoran la calidad de la criatura. Por lo menos eso es lo que afirma la teoría de la evolución, a pesar de que las pruebas de estos mecanismos permanecen siendo rarísimas.

De vuelta de Los Álamos, presenté mi expediente de candidatura a la Universidad y, dejando atrás mío quince años de investigación de campo, me senté en mi escritorio a escribir el código que crearía el universo de mis futuras criaturas. Ya había escrito un programa que se copiara a sí mismo, ``soplar y hacer botellas'' en efecto, como mi misterioso maestro de go me lo había dicho un decenio antes. Mi problema, ahora, era hacer mutar ese programa mientras que trabajaba, sin que por ello se destruyera.

Las objeciones del grupo de Los Álamos continuaban inquietándome. Yo me decía: si el lenguaje genético es tan robusto para resistir mutaciones y recombinaciones, ¿por qué el lenguaje de las computadoras se quebraría bajo el efecto de las mutaciones? ¿Qué diferencias hay entre estos dos lenguajes que explicaría que uno pueda evolucionar y el otro no? Dos ideas en especial vinieron a mi mente.

La primera a propósito del tamaño del ``juego de instrucciones'' dadas a una computadora. El código genético se basa en un alfabeto de cuatro caracteres: los cidos nucleicos. Estos cidos, agrupados de a tres, son el código que define un aminoácido. Estos tres ácidos nucleicos pueden combinarse de 64 maneras diferentes (64 ``codones''), pero no hay más que 20 aminoácidos, pues muchos ``codones'' designan de hecho el mismo aminoácido. El código genético es pues muy redundante.

Las mutaciones implican el reemplazo, la inserción o la eliminación de un ácido nucleico. Resultan, pues, de cambios entre los 64 ``codones'', o más exactamente entre los 20 aminoácidos ensamblados en proteínas.

Si uno aplica el mismo an lisis al lenguaje de las computadoras, uno se percata de que en este lenguaje las mutaciones se ejercen sobre un número muy considerable de objetos posibles. En la más reciente generación de la computadora RISC (reduced instruction set) por ejemplo, cada unidad de información consta de 32 bits. Uno encuentra entonces, en el código binario de la máquina, objetos, es decir, ¡más de 4 mil millones de objetos, sobre los cuales puede ejercerse una mutación! Mi intuición me decía que la probabilidad de encontrar algo útil al efectuar 4 mil millones de combinaciones debía ser mucho más débil que al efectuar combinaciones entre 20 objetos solamente.

Me consagré entonces a reducir el número de objetos de información a 5 bits, creando un lenguaje de máquina que comprendiera 32 (es decir ) instrucciones distintas. Podría pensarse que al reducir el número de objetos de información de 4 mil millones a 32 iba a mutilar la máquina. Pero no fue así. El número de operaciones reales que realizan las computadoras (sumar, restar, multiplicar, etcétera) es relativamente reducido; en efecto, hay menos de cien, si uno va al fondo de las cosas. Ello porque la mayor parte de los bits de la unidad de información de 32 bits no sirve para determinar el tipo de operación a realizar sino más bien para designar los números que deben procesarse (los operandos).

Así pues, me decidí a quitar del código los operandos numéricos, para que en mi nuevo lenguaje de máquina las instrucciones se aplicaran a los números que se encontraran en la unidad central de proceso, no en el código mismo. Esta modificación redujo automáticamente el tamaño del juego de instrucciones dado a la máquina. Seleccioné entonces 32 instrucciones (32 es un número redondo en el sistema binario) para lanzar mi primera experiencia.

Esta astucia provocó sin embargo un nuevo problema, que resolví con mi segunda idea. Los programas de computadoras no solamente afectan los datos que se les suministra. A veces se afectan a sí mismos. De ordinario, la computadora ejecuta las instrucciones de máquina en secuencia lineal, siguiéndolas en el orden en que figuran en la memoria. Pero sucede también que los programas se ramifiquen o hagan bucles, saltando de un lado a otro de la memoria.

Los elementos de un programa deben a veces integrarse con otros elementos que pueden perfectamente encontrarse en lugares de la memoria muy alejados. En las computadoras, estos elementos pueden llevar con ellos ``la dirección'' de los elementos con que deben reunirse. Pero, me pregunté, ¿cómo hacen esto las moléculas de una célula viva? No llevan direcciones consigo, sino que presentan simplemente una superficie sobre la cual otra molécula puede fijarse o no, como la llave entra o no en una cerradura. Las moléculas se lanzan unas contra las otras por difusión en el organismo y, según sus formas sean o no complementarias, se integran o no. Me dije que podría utilizar un método del mismo género en mi lenguaje de máquina. Desarrollé, entonces, un mecanismo para que el código, en lugar de especificar directamente el programa adonde debía ir, lo incitara a ramificarse o a hacer un bucle cada vez que encontrara tal o cual configuración particular.

En breve, integré en el lenguaje de máquina dos ideas importadas directamente de la biología: un número muy limitado de objetos de información y un sistema de direccionamiento por complementariedad de ciertas formas. Sobre estas bases, diseñé una computadora nueva. Aquí el lector se preguntará de qué estoy hablando.

¿Cómo puede un biólogo evolucionista diseñar una computadora? A decir verdad, en ese momento yo no sabía que era eso lo que estaba haciendo, y sin embargo....

Si hoy día uno quiere construir un avión nuevo, uno no lo diseña trabajando directamente en acero, eso sería muy caro, sino que uno simula el diseño el mayor tiempo posible en una computadora, y en ese diseño la propia computadora prueba las calidades de aerodinámica y de resistencia estática. No es sino solamente cuando ha alcanzado un grado de perfección elevado que uno se pone a construir el avión físicamente para proceder a probarlo en la realidad. Las computadoras se diseñan de la misma manera; los circuitos electrónicos son simulados primero en una computadora, después probados virtualmente, antes de ser realizados físicamente en silicio y probados en la realidad.

Así pues, escribí un programa que simulaba la nueva computadora que tenía en la cabeza, mi ``computadora virtual''. La llamé con la palabra española ``Tierra''. Pero para hacerla funcionar y probar su diseño, me faltaba todavía un programa virtual, evidentemente una programa que se copiara a sí mismo. Como ya había escrito un programa que se copiaba en una computadora real, me contenté con traducirlo a ``terrestre'', el lenguaje de máquina de mi computadora virtual.

Según lo que yo pensaba, esta computadora virtual y su programa autocopiante rudimentario serían solo un punto de partida, y creía que iba a tener que perfeccionarlo a lo largo de varios años. Sin embargo, mis planes fueron completamente trastornados por lo que se produjo la noche del 3 de enero de 1990, la primera vez que tuve éxito en hacer funcionar mi programa autocopiante en mi computadora virtual sin provocar en la computadora real en que realizaba estas simulaciones bombazo tras bombazo.

Instantáneamente se produjo el más increíble de los zipizapes. La evolución que había inoculado en la máquina se desencadenó, formidablemente acelerada por la velocidad de la computadora. Mis investigaciones se saltaban, por la fuerza de las circunstancias, del diseño de una computadora, a la simple observación de fenómenos, y pasé a encontrarme de nuevo en la jungla, aunque esta vez una jungla digital, a punto de describir lo que la evolución fabricaba delante de mis propios ojos: una verdadera colección de criaturas digitales que habitaban en un universo extraño basado en la física y la química, completamente diferente de las formas de vida que yo conocía y amaba. Muy rápidamente, sin embargo, mis ojos de naturalista pudieron reconstruir ciertas formas, ciertos procesos.

El rasgo más sorprendente de este universo digital (pero para mí el más familiar) era que en el curso de su evolución, las criaturas descubrían sin cesar nuevas maneras de explotar a sus vecinos y de defenderse contra las tentativas de explotación lanzadas por ellos. La evolución es un proceso fundamentalmente egoísta, donde cada individuo se preocupa de sí mismo y mide su éxito según el número de genes propios que logra trasmitir a las siguientes generaciones. Para tener éxito en esta trasmisión, el organismo en evolución se muestra extraordinariamente inventivo, y se aprovecha automáticamente de todo lo que encuentra provechoso en su ambiente.

Una vez que el ambiente se llena de criaturas, estas criaturas representan el recurso principal. Esa primera noche, muchas de mis criaturas descubrieron que su ambiente era tan rico de información que ellos mismos no necesitaban llevarla toda consigo; para sobrevivir, les bastaba mirar en torno y servirse: ¡apenas habían nacido y ya se convertían en par sitos! Otras criaturas, seguramente más estúpidas, se entretenían obstinadamente en duplicar todas las informaciones que ellos necesitaban. Los parásitos, pequeños y rápidos, llegaron a perfeccionar la técnica que les permitía utilizar la información de sus vecinos, y muy pronto dominaron la sopa biológica al replicarse en gran número.

Sin embargo, esta dominación no duró largo tiempo, pues los parásitos llegaron pronto a ser víctimas de su propio éxito. Apenas hubieron terminado de llenar su ambiente, comenzaron a tener trabajo en encontrar la información que necesitaban para sobrevivir. Privados de ella, comenzaron a morirse.

La situación, no obstante, terminó por alcanzar una cierta estabilidad. A medida que los par sitos morían, sus huéspedes estúpidos continuaron copiando para ellos mismos, laboriosamente, la información que a aquellos les hacía falta. Suerteros, los parásitos se salvaron de la extinción, y ellos y sus huéspedes entraron en una relación oscilante, los primeros reproduciéndose a expensas de los segundos, los segundos retomando importancia a medida que los primeros morían. Este tipo de oscilación de poblaciones de depredadores y sus presas (de parásitos y huéspedes) son bien conocidas en el mundo biológico; no son sino una de las numerosas y misteriosas maneras en que la evolución del universo digital reproduce la del universo orgánico.

Huéspedes y parásitos no se contentaban con crecer y decrecer siguiendo ciclos opuestos, pero se lanzaban a una carrera armamentista. Los huéspedes desarrollaron mecanismos para defenderse contra los parásitos, y los parásitos técnicas para circunvalar las defensas de sus huéspedes. En este punto, no obstante, los huéspedes desarrollaron mecanismos que sacaban ventaja del hecho de estar siendo parasitados, para utilizar la energía de los parásitos en su propia reproducción y librarse así de su enemigo. En la práctica, los huéspedes dejaban que los parásitos los atacaran y se reprodujeran una vez, y en seguida les proporcionaban información falsa, ¡la cual conducía a que los parásitos hicieran copias de sus huéspedes!

Los huéspedes se convirtieron en una suerte de parásitos energéticos, de criaturas que, al principio, habían jugado contra ellos el rol de parásitos de información. Dando y dando, en suma. Pero el parasitismo energético resultar más mortífero que el parasitismo de información. Los huéspedes lograrán en efecto, por este recurso indirecto, destruir completamente a los parásitos originales. Ello porque no tenían realmente necesidad de los parásitos para sobrevivir, y la energía que les robaban solo tenía el carácter de una bonificación suplementaria.

Al tener éxito en incitar a los parásitos a multiplicar el genoma de sus huéspedes y no el suyo propio, los huéspedes habían instalado en realidad un sistema de defensa absoluta, habían llegado a ser intocables, los verdaderos amos del mundo. O aún más: no había más que ellos en el mundo, nadie podía invadirlos. Siendo así, entonces, que evolucionaban en un mundo en que todas las criaturas eran parte de la misma familia, los huéspedes se hicieron confiados y comenzaron a cooperar unos con otros. ¿Por qué no? Si ayudas a tu hermana a reproducirse, ¡ella tendrá éxito en pasar a las generaciones venideras algunos de tus genes!

Los huéspedes llegaron a ser criaturas sociales, interdependientes, que no podían reproducirse excepto si formaban grupos. Pero esta cooperación implicaba confianza, y la confianza puede ser traicionada. De hecho, poco después que las criaturas se hicieron sociales, pero mucho tiempo después de que los parásitos originales hubieron desaparecido, una nueve especie de parásitos invadió la comunidad. Estos nuevos parásitos, que llamo ``los tramposos'', se deslizaron entre las criaturas que vivían en familias que cooperaban entre sí; una vez que obtuvieron su confianza, los traicionaron. ¿Cómo? Jugándoles a sus confiadas víctimas la misma treta que estos les habían una vez jugado a los primeros parásitos a los cuales habían proporcionado (como el lector recordará) falsas informaciones, para llevarlos a duplicar el genoma de sus huéspedes y no el propio. ¡Nueva etapa de la carrera armamentista!

Pero hay un gran adelanto: en el curso del camino, y sin que yo me hubiera dado cuenta, mis criaturas habían descubierto el sexo. Me di cuenta cuando suprimí las mutaciones para detener su evolución: ¡mis criaturas siguieron evolucionando de todos modos! A fuerza de retomar la experiencia y observar su desarrollo, debí admitir que en el momento de replicarse las criaturas mezclaban sus genes, de suerte que su descendencia era diferente de cada uno de sus padres. Así pues, para evolucionar, mis criaturas ya no necesitaban de mutaciones. La situación se me escapaba completamente. Habían tomado su destino en sus propias manos.

¡Al fin podía presenciar la evolución en el momento de suceder, en vez de simplemente observar sus resultados! Pero evidentemente esta evolución tenía lugar en un universo extraño, creado en mi computadora, poblado de criaturas que se transformaban bajo mis ojos, en la jungla misma que ellas creaban al transformarse. Tomé mi distancia, observando, como un dios satisfecho de su obra, de la manera en que la vida que había puesto en camino encontraba ella misma sus formas naturales.

Estas formas habían sido marcadas por mí con una huella muy profunda en el momento en que había creado mi universo y le había inoculado una primera criatura. Pero lo evolución había poco a poco borrado esta huella, al desarrollar formas naturales adaptadas al ambiente físico-químico de mi computadora.

La posibilidad de observar y de manipular estas formas de vida ha cambiado mi manera de pensar. Ciertos conceptos que tenía apenas esbozados se han hecho claros. ¿Qué formas pueden tomar vida? ¿Por qué son las especies distintas? ¿Por qué no se presentan generalmente formas intermedias? Siendo el universo virtual relativamente simple, fácil de crear y de manipular, disponía yo de herramientas para formular tales preguntas y reflexionar sobre ellas.

Para describir lo que se produjo en esa primera noche y poner a disposición de otros los métodos que utilicé, así como los resultados que obtuve, me han sido necesarios exactamente dos años; no es sino ahora vuelvo a plantearme cuestiones de diseño.

¿Podré diseñar mejores universos? Estoy convencido de que sí. Mi primer ensayo fue improvisado, pero he aprendido mucho después y estoy listo a cazar presas mayores.

El sexo que mis criaturas descubrieron era fortuito, primitivo y desorganizado. Me gustaría llegar a algo parecido al de los organismos superiores terrestres, donde cada uno de los padres proporciona exactamente la mitad del material genético de sus descendientes. Me gustaría obtener criaturas multicelulares, que varias células nazcan de una célula ``huevo'' única, pero que a partir de ahí, en vez de que cada una se vaya por su propio camino según sus propias necesidades, emprendan una cooperación para lograr un objetivo común, la duplicación del conjunto por el medio oblicuo de otro huevo. Me gustaría que mis criaturas multicelulares adquirieran un sistema hormonal y un sistema nervioso que coordinara sus actividades. Si tuviera éxito en proporcionar a la evolución sistemas nerviosos para que juegue yoyo con ellos, pudiera ser que ella tuviera éxito en convertirlos en inteligentes.

Mi sueño supremo sería conducir mi universo virtual hasta el umbral de la diversificación explosiva de la era cámbrica. Esta explosión se produjo en la tierra hace seiscientos millones de años. Ciertamente hay muchos que creen que el comienzo de la vida sobre la tierra hace tres o cuatro mil millones de años es uno de los acontecimientos más significativos de la historia del universo (o por lo menos de nuestro rincón de universo). Pero en cuanto a mí concierne, considero la explosión del período cámbrico como un acontecimiento de una importancia por lo menos igual.

Antes de la era cámbrica, no existían sobre la tierra más que criaturas unicelulares microscópicas. Pero entonces, es decir más de tres mil millones de años después que la vida hubiera aparecido, comenzaron a surgir formas de vida macroscópicas multicelulares. La cámbrica fue una época de gran experimentación. Se ensayaron numerosas formas de vida extrafalarias, que después se abandonaron, y en un tiempo relativamente corto la mayor parte de los grupos de organismos que hoy habitan la tierra escaparon del caos y se consolidaron.

No creo que en mi universo virtual vaya a tener éxito en crear jirafas o ñus metafóricos, son criaturas demasiado complicadas. En cambio, estoy convencido de que podré diseñar un universo suficientemente rico para que la evolución pueda ir hasta el fin de su curso para completar su obra. Y de ahí, la inteligencia sería el próximo paso. Somos nosotros mismos la prueba viviente de que la evolución es capaz de crear inteligencia a partir de nada, o casi nada. ¿Podrán las máquinas llegar a ser inteligentes? Lo ignoro, pero si la respuesta es afirmativa, la evolución es la manera más segura de alcanzar esa nueva cumbre.





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Thomas S.Ray
Tue Mar 12 11:31:46 JST 1996